Está mañana me asaltó una pregunta que nunca me había formulado de manera clara y consciente: ¿Cuál es realmente la finalidad de esta bitácora? No me estaba preguntando por cuál debía ser su finalidad; ni tampoco para qué me servía. Esto último lo tengo claro: escribir en un blog me gusta; si pienso en algunas pocas ideas, al escribirlas se me ocurren muchas más; me hace sentir muy bien el comprobar que alguien se interesa por lo que escribo, incluso para cuestionarlo, y mucho más si es para valorarlo o para ampliarlo; me encanta pasarme varios días corrigiendo una entrada, y me lo paso en grande buscándole una ilustración. Tampoco estaba dudando sobre la utilidad de mi trabajo. Sencillamente me preguntaba sobre cuál era efectivamente esa utilidad, si es que realmente la tenía, aparte del indudable rédito personal.
Durante mis casi 30 años de trabajo como enseñante, siempre pensé que a partir de cierta edad me gustaría tomar algo de distancia –no demasiada, ni de forma permanente– de mi trabajo en el aula, para dedicar parte de mi energía –que quizá ahora ya no sea mucha– en compartir mi experiencia –que posiblemente sí sea bastante– con otros compañeros y compañeras de profesión. Es decir, realizar una modesta aportación a la formación continuada de otros docentes. Por diversas razones, en las cuales nunca me he puesto a pensar demasiado, esta aspiración, al menos de forma institucionalmente reconocida, no se ha dado. Quizá deba decir que por fortuna ha sido así, puesto que de esta manera me he visto gratamente obligado a seguir disfrutando de una experiencia emocional e intelectual tan intensa como la que sólo se puede tener con alumnos adolescentes.
Sin embargo, esta aspiración, aunque de una manera no consciente, es lo que he estado intentando realizar durante estos 18 meses que llevo trabajando en este blog, en cada una de las 78 entradas que ya llevo publicadas; esto es, compartir mis experiencias y reflexiones con otros colegas, enriquecerme con sus comentarios, y ofrecer un material que pudiera ser más o menos útil, especialmente para aquellos que no llevan mucho tiempo trabajando en la docencia.
La pregunta sobre la finalidad de mi blog, que surgió súbitamente en esta mañana de día festivo , lo hizo asociada a una categoría que hasta el momento había sido eso, una categoría más: “formación docente”, sin haber reparado que seguramente es la que mejor define el sentido que, desde un comienzo, este blog ha intentado tener: recuperar la conciencia reflexiva de nuestra práctica, el reconocimiento saludable de nuestros límites, y, principalmente, la autonomía en la gestión de nuestra formación.
Desde las propuestas más progresistas siempre se ha hablado de la necesidad de resignificar el papel docente, y de la importancia fundamental de “empoderar” a los alumnos. Por lo general, – yo mismo lo he hecho–, hemos pensado que la dificultad para centrar la educación en los alumnos estaba en la incapacidad que tenemos los docentes para renunciar a nuestra centralidad o hegemonía en el aula. Sin negar que esto sea así, pienso que, como ya he comentado hace tiempo, la “superestructura institucional” nos da poder y su vez nos hace frágiles. Como el vigía de una fortaleza, disfrutamos de la posición privilegiada que nos otorgan las alturas, pero al mismo tiempo nos exponemos a sus riesgos.
Quizá debamos comenzar a hablar de un “empoderamiento emancipador del docente“, como condición para que éste pueda promover auténticos “empoderamientos” en los alumnos. Me permito reproducir una respuesta a un comentario escrito por una de mis lectoras, en una entrada anterior:
Los docentes solemos ocupar una posición de poder en tanto depositarios de un supuesto saber, y como compromisarios de una misión, la de transmitirlo. Esto impide, en el decir de Rancière, toda posibilidad de desarrollar una educación emancipadora.
Sin embargo, no siempre es fácil reconocer que si esta posición de hegemonía respecto del alumno es posible de ser ejercida, es porque con anterioridad el propio docente estuvo atrapado en un discurso que no le pertenece, y que incorporó de un Otro que también le impidió a él emanciparse.
Por tanto, no basta con reconocer la autonomía de los alumnos y dejar espacio para su expresión. Es necesario que previamente los profesores y las profesoras recuperemos nuestra propia autonomía, perdida por efecto de un sistema que no dejamos de reproducir.
Es en este contexto que creo necesario convertir la escritura en un acto de atrevimiento o de insumisión: es necesario que inventemos teorías, que construyamos materiales, que diseñemos actividades.
En una entrada anterior propuse la necesidad de pasar de la consigna “aprender haciendo” a la de “aprender creando o produciendo”. Esto, que fue pensado para el aprendizaje de los alumnos, también es aplicable a la formación continuada de los docentes.
Esta es la idea central: podremos promover el aprendizaje de la autonomía en los alumnos si y sólo si hemos recorrido nosotros mismos el camino de ese aprendizaje. Camino por cierto nada fácil de recorrer, lleno de obstáculos o condicionantes, como por ejemplo:
- la huella indeleble de la formación inicial (¿cómo se les puede pedir a quienes fueron formados por estrellas que brillaron sobre una tarima a que inmole su protagonismo en la escucha, con “la boca cerrada” o en la investigación compartida?);
- la inercia de la prácticas consolidadas (¿cómo se le puede pedir a alguien que ya ha puesto a prueba en contextos pasados estrategias que fueron exitosas, que las modifique ante una realidad presente que las hace fracasar, y que justamente el resultado de ese fracaso provoca la ausencia de energía para cambiarlas?);
- la resistencia a la adopción de nuevos recursos o tecnologías que, por ausencia de formación o por una sobrevaloración tecnológica excesiva, se dificulta su utilización adecuada.
Pero por sobre todas las cosas están aquellos factores que nos hacen dependientes, vulnerables, pocos creativos, en suma, docentes en estado de supervivencia:
- la falta de autoría personal de los materiales (dependencia de los libros de texto, o de las “plataformas digitales”),
- la dificultad para gestionar de manera relajada y “desapegada” los vínculos emocionales que construimos con nuestros alumnos (puesta de manifiesto en un espectro que va desde la necesidad de reconocimiento, hasta los comportamientos autoritarios),
- el aislamiento de profesores y profesoras, que reducen sus espacios de relación profesional a la burocracia administrativa,
- la sumisión acrítica a las normativas institucionales.
Un apunte final para seguir pensando:
Pilar, una compañera y jefa de departamento, ya fallecida y a quien tenía una gran aprecio, solía decir: “el mejor profesor es aquel que conoce bien su materia”; y también: “la formación de un buen docente necesita de al menos diez años de estar dando clases”.
Dos afirmaciones que según como se las entienda pueden enfrentarse o complementarse. Es cierto que la preparación de contenidos y de programaciones puede ahogar la riqueza de la experiencia vivida. Pero no es menos cierto que a veces reivindicar la “experiencia” puede encubrir improvisación o incompetencia.
Por utilizar un símil viajero, el guía ideal sería aquel que conoce el itinerario a nivel de experto y pone este conocimiento al servicio de los viajeros; pero al mismo tiempo es capaz de tener un máximo respeto por su autonomía en la gestión de sus experiencias. El docente ideal sería aquel que conoce su materia y siente pasión por ella, sin que ello le impida reconocer el saber y promover la autonomía de sus alumnos. El experto debería convertirse en un “posibilitador”, para pasar de ser especialista a ser maestro.
Entradas anteriores agrupadas en la categoría “Formación docente”:
- Profesor/a novel (I)
- Profesor/a novel (II)
- Profesor/a novel (III)
- Posibles maneras de comenzar el curso (I)
- Posibles maneras de comenzar el curso (y II)
- Recordando a Matthew Lipman
- Cuando los docentes escribimos
- Modelos de práctica docente
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